«Fútbol de Seda»: Sevilla FC. Una idiosincracia especial

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SEVILLA FC: UNA IDIOSINCRACIA ESPECIAL. Por Alejandro Sierra.

Sevilla es intensidad, es cambio, es impulso. Sevilla es belleza. Pero no esa belleza pasiva que te cautiva con el tiempo, sino una que te obliga a enamorarte a primera vista. Una que te engancha y no te deja escapar de su vera. Sevilla es pasión, y a poquito que le muestres cariño se entrega a ti desnuda, sin complejos. Sevilla es urgencia. Nunca buscó acomodo en el largo plazo porque ella cree en el momento. Busca el instante y lo inmortaliza.

Y el Sevilla, que al ser el primogénito recibió el nombre de la madre, es el fiel reflejo de la idiosincrasia particularmente poética de la ciudad andaluza. Aquí no se buscan las medias tintas ni mentiras disfrazadas en modelos inofensivos. La verdad por delante. Casta y coraje como principios de un evangelio inquebrantable. Esas son las premisas. El sello, la identidad. Respetarlas es el primer paso para intentar construir algo que parezca un equipo.

El Sevilla grande empezó a construirse tomando como punto de partida la prolífica producción de extremos puros nacidos en el Sur de España. Bandas bien abiertas, las botas de los extremos cubiertas de cal, laterales que se proyectan en ataque, la filosofía del centro-remate. Detrás, seguridad y contundencia sin florituras. Delanteros bien altos, espigados, que miren a los ojos a la segunda línea pero que sepan que la portería está detrás. Que sean capaces de abrir a banda, y de favorecer ese juego vertical y directo que tanto gusta en Nervión. Al Pizjuán no le pidas que disfrute con un fútbol pausado que se recree en rondos interminables. No le pidas que acepte quedarse resguardados, formando un candado indestructible sin mirar si quiera hacia delante. A Sevilla dale pasión y te entregará su alma.

Y así lo entendió Joaquín Caparrós, que consiguió inyectar en las venas del sevillismo ese gen competitivo que rinde homenaje a eso que absorbió la grada rojiblanca como sagrado testamento, el “dicen que nunca se rinde”. Y de esa idea de orgullo sevillano que se revela ante la condescendencia, nació la primera pauta del sevillismo militante: presión. Equipos que salgan a morir. Veinte o treinta minutos de agitación promovida, de idas y vueltas que conviertan el partido en una batalla donde quizá no gana el más fuerte, sino el que más arrestos le echa. El objetivo es conectar con la grada, porque aquí se tiene claro que Nervión gana partidos. Aprovechar la debilidad que nace de la duda para conseguir desestabilizar. Que el rival no sepa ni donde se encuentra ni tan siquiera si ya ha empezado el partido.

Y así también lo entendió Juande Ramos, que mejorando lo que dejó Caparrós –padre biológico de una plantilla para el recuerdo-, aplicó la misma regla inquebrantable. Intensidad. Laterales proyectándose en ataque, bandas bien abiertas buscando línea de fondo, un delantero ofreciendo apoyos y otro buscando la ruptura al espacio abierto, salidas en transición siempre por fuera… Y sin la pelota, presión asfixiante para robar muy arriba, volantes externos haciendo 1vs1 al extremo rival con los laterales cerrados preparados para la cobertura, todos ayudan, mediocentro cerrando, y centrales saliendo al corte, una definición elevada a la máxima potencia que identificó más que nunca el concepto EQUIPO.

Después de todo aquello, nada fue igual. La dirección deportiva, amparada en una incapacidad hilarante para reciclar un modelo de juego, inició una huída hacia delante. Se olvidaron del fútbol y se centraron en el musculo. Zokora, Romaric, Duscher… El cambio no hacía presagiar nada bueno. El Sevilla pretendía hacer lo mismo sin tener futbolistas para hacerlo. Es como plantearse hacer una mesa de madera cuando en la despensa solo tienes hierro. ¿Lo peor? Los buenos resultados nublaron una decadencia pregonada hasta en el último síntoma.

Después de Juande Ramos apareció Jiménez, que si bien se enfrentó a una situación de pesimismo generalizado, nunca llegó a proyectar una idea que casara con la filosofía sevillista. Entre entrenador y entrenador se iban sucediendo planificaciones inexistentes, fichajes grotescos, sublimes brindis al sol y una capacidad sobrehumana para escurrir el bulto. Todo iba fenomenal. Los defensas tenían que ser defensas –palabra de Monchi-, el Sevilla no encontraba un sustituto decente para Daniel Alves, el centro del campo se inundó de perfiles anticomplementarios y cada vez aparecían menos delanteros y más mediapuntas. El equipo parecía sacado de un relato de Edgar Allan Poe. Desde luego, conseguía dar miedo.

Las planificaciones fallaron, pero también el mensaje técnico. Se habían olvidado los principios inexorables de la filosofía nervionense. El equipo dejó de presionar, la gente dejó de estar conectada, Nervión ya no era un acicate, y las bandas pasaron a ser el único plan de un modelo demasiado plano.

Después de idas y venidas, llega Michel. Proyecto nuevo, ideas nuevas, modelo reciclado. Quitó a Médel de mediocentro recuperador, donde abandonaba la posición con demasiada soltura –algo que siempre sufría el Sevilla en transición defensiva-, y lo puso como interior para volver a robar arriba –siendo diferente, en un rol parecido al de Keita-, para ensuciar el nacimiento de la jugada rival, y con la positiva consecuencia de volver a activar a la grada. Sujetó el sistema colocando a Maduro de mediocentro. El Holandés no es brillante, pero cumple, y ha permitido cierta seguridad en los pasillos centrales. Con un cambio de actitud Michel consiguió recuperar parte de una esencia que parecía perdida, la intensidad.

El otro objetivo era recuperar las bandas. Rakitic necesitaba a alguien para aprovechar su visión del juego y el primer toque. Alguien que le diese tiempo para administrar el espacio. Ese alguien fue Trochowski en los inicios de liga, y ha sido Reyes en el último y mágico derbi ante el Real Betis. Bandas asimétricas. La derecha, de línea de fondo, respetando el principio sevillano de los extremos más puros. Cicinho y Navas como sociedad ineludible. La izquierda, proyectándose hacia el interior. Juego entre líneas y aprovechamiento del arrastre y la basculación rival hacia la banda derecha. Y Negredo, que sabe jugar al fútbol como muy pocos delanteros, apoyando constantemente la jugada, cayendo a ambas bandas y ocupando las zonas de remate. Cuando la jugada viene por la derecha Michel debe asegurarse de que el falso extremo izquierdo ocupe el área, de que Rakitic + Médel estén en zona de rechace y de que Negredo esté en posición de rematar. Cuando vaya por banda izquierda, subidas del lateral, el extremo arrastrando hacia dentro y Rakitic apoyando en banda. Coordinación, compenetración, una asimetría con garantías de éxito.

Todo eso, con la intensidad por delante. Porque Sevilla, guste o no, siempre ha sido intensa. O blanca o negra, pero nunca de tonos grises. Así puedes llegar a quererla o puedes llegar a odiar un orgullo que incluso la consume, pero jamás va a pasar inadvertida. Michel recuperó en el derbi la intensidad, la presión, la tensión competitiva, y el resultado no pudo ser más esperanzador. Se alcanzó la producción por fuera, el equipo también generó por dentro, y se robó la pelota muy arriba. Quizás el Sevilla nunca haya sido ejemplo de complejidad táctica, pero muchas veces, dicen, que en lo simple está la virtud.

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