«Palanganismo exacerbado»: So long, Kanouté

Escrito por Number 1 Sport. Creado en Los Blogs opinan

Tagged:

«SO LONG, KANOUTÉ»

Leonard Cohen es un judío canadiense que compone canciones. Bueno, también escribió un par de novelas y un buen puñado de poemas. Pero, ateniéndonos al fin que nos ocupa, vamos a quedarnos con su faceta de cantautor. Entre sus poco más de diez discos de estudio, que, ciertamente, parece un número exiguo para una carrera que ha visitado cinco décadas, no es difícil hallar muestras de lo más distinguido de la música de la pasada centuria. Aunque no todo es excelso, ni muchísimo menos. Su álbum de debut, grabado en 1967 y con uno de los títulos más originales jamás ideados, está compuesto de algunas composiciones notables, tanto que, casi medio siglo después, continúan integrando los repertorios de sus cada vez menos frecuentes actuaciones en directo. La cara B de aquel disco comienza con una canción de despedida. En ella, el esquema de estrofa de cuatro versos seguido de estribillo se repite a lo largo de los cinco minutos y medio que dura la pieza. Y son, precisamente, esas dos líneas repetitivas, que la segunda vez que se escuchan ya van acompañadas de los potentes coros femeninos, las que resumen todo el texto. So long, Marianne. It´s time that we began/to laugh and cry, and cry and laugh about it all again. O, si usted, estimado lector, no es ducho en esa lengua más propia de herejes y de piratas que de seres humanos íntegros, sería algo así como: Hasta luego, Marianne. Es hora de que empecemos/a reírnos y a llorar, a llorar y a reírnos de todo, otra vez. Lo mejor, qué duda cabe, es que lo escuchen. En este enlace, por ejemplo. La cantidad de escenas evocadoras que se desgranan en el texto responde a una circunstancia muy sencilla: Cohen dice que se la escribió a la mujer más hermosa que conoció jamás. Literalmente. Y, para todos aquellos que un día nos tiramos de cabeza a ese espectáculo irracional llamado fútbol, y concretamente al equipo hegemónico de la ciudad de Sevilla, nuestra Marianne se llama Kanouté. No sean tímidos, prueben a cantarlo. Si es que hasta encaja perfectamente en la melodía del estribillo.

A menudo, los pequeños detalles se arrinconan en las paredes de la mente para salir cuando les apetece. Ocurre con las primeras veces, con lo que rodea a los primeros momentos. Fue en un partido de presentación contra el Celta de Vigo. El ambiente distaba de ser halagüeño, porque se había marchado don Joaquín Caparrós y el que arribaba era un tío malaje y tartajoso. Por no hablar de que Baptista estaba en el Madrid. A juzgar por el estado que el césped presentaba aquella noche, por allí debían de haber defecado toda clase de animales campestres. Pero eso no le importó al larguirucho, mitad francés mitad moro, que salió en la segunda parte. Metió un gol y divirtió al personal, que se frotaba las manos. Cuando comenzó la competición liguera, se hizo de rogar. Incluso protagonizó algunos fallos garrafales. Como a su compañero en la punta, se le intuía que guardaba magia en el baúl. Sólo estaba buscando la llave.

Con seis golitos en Liga y los mismos en la primera Uefa que ganamos, no se podía criticar su registro, pero era mejorable. A partir de ahí ya no lo paró nadie. 28 tantos, luego 27, siguió con 20, y así. Ya se hacen una idea, ustedes lo vivieron. Sus compañeros le entregaron el brazalete de capitán. El hombre, paulatinamente, se fue despojando de su piel mundana. Y estrenó el traje de ídolo, que le quedaba tan bien que parecía hecho a medida. Nunca vimos un tipo tan elegante. Sin lugar a dudas, ese era el adjetivo que mejor lo definía, compitiendo si acaso con resolutivo. La eficacia al servicio del arte. Otro tipo de delanteros hacen del jugar de espaldas algo físico, casi tosco. Con él era distinto. El portero saca, el defensa despeja, y Kanouté se eleva grácil y todo lo eterno que se puede ser durante tres segundos. Dejando a la Giralda, y a todas las torres ulteriores, en una anécdota del cielo sevillano. Con la insolencia tiránica de saberse invencible, de saberse aliado del talento. Y la baja de cabeza. O la amortigua con el pecho, dónde guardaba más precisión que otros muchos en la totalidad de su cuerpo. Tanto, que el estadio se acostumbró a que los balones aéreos fueran de su propiedad. Porque a lo bueno se acostumbra uno rápido. Los toques con clase, la suavidad de los penaltys, los remates a portería de todo tipo, la potencia cuando era necesaria. Y las ruletas y las bicicletas, si es que el partido se ponía rumboso. El compendio de sentimientos que producía verlo jugar llegaba a su punto más álgido con la mezcla, a partes iguales, de seguridad y nerviosismo que se despertaba en los aficionados al verlo encarar al guardameta rival. Sabías que la iba a meter, le dabas toques a tu compañero de grada ante la certeza de la futura celebración.

Él mismo cuenta que nunca jugó pensando en marcar muchos goles, sino en hacerlo bien. Pues menos mal. Los años fueron pasando, también las finales, y fue poniendo picas en Eindhoven, en Mónaco, en Glasgow, en Madrid. En Europa entera. Pero lo tuvo claro desde el principio, en parte gracias a ese pubis que le maltrajo. Una mañana le dijo a Juande que eso de entrenar todos los días lo iba a hacer un guardia, y el otro, claro, accedió. Lo suyo eran los partidos de verdad, a ver cómo iba a permitirse la desfachatez de ir desperdiciando la clase en los campos de la ciudad deportiva. Y eso lo respetaron todos los entrenadores venideros. No obstante, si Forever young no se cumplió ni para el tipo que la escribió, cómo iba a hacerlo para Kanouté. Así, los centrales y los porteros comenzaron a respirar, cada vez jugaba menos y más alejado del área rival. Atrás quedaban las exhibiciones, las faenas reservadas para los elegidos. Seguía aportando, pero sólo granitos de arena. Además, el Sevilla que escribía su nombre con rabia en los libros de historia se esfumó, dejándolo a él como uno de los estandartes de aquella época. Una muestra del pasado, reciente y lejano de manera equidistante, que se diluía cada domingo.

El destino es un crupier sin alma, pero no podía hacernos eso. El gigante estaba lesionado y su última temporada tocaba su fin. No iba a poder despedirse en casa. Finalmente, entró en la lista de convocados para un partido en el que ya nada estaba en juego. Salió en la segunda parte, con todo resuelto. Y, como si un guión de película hollywoodiense se tratara, tuvo la suya. Costó, pero la metió. Cómo no iba a meterla. El estadio entró en una de esas comuniones que aquellos que nunca habitaron uno jamás podrán entender. Y la despedida. Lo que nos faltaba por ver, se iba dando las gracias. No puede ser casualidad que el que le acompañe a saludar a Gol Norte sea Jesús Navas, la otra leyenda. El que le regaló tantos goles, incluido el último. El que se queda aquí, mientras él apura su carrera en China, para intentar devolver algo de gloria a este escudo. La que forjaron juntos, rodeados de otros muchos.

Porque eso es lo único que nos interesa en esta casa. La gloria, la elegancia, el fútbol. Que no se equivoque nadie. Porque si, como dijo El Diego en uno de los discursos más lúcidos que jamás pronunció un futbolista, la pelota no se mancha, tampoco se limpia. Esto es, que da la casualidad de que el 12 del Sevilla ha sido un tipo comprometido con causas sociales y solidarias. Que se ha ganado la admiración de la mayoría por ser una buena persona, un tipo educado y respetuoso. Perfecto. Pero lo que aquí se valora es que, cada vez que tuviese un portero enfrente, saliera triunfador. Que rebosara calidad en cada acción, dentro del terreno de juego. En definitiva, que jugase al fútbol como muy pocos lo hicieron antes. Eso es lo que le hace merecedor de una estatua cerca del Sánchez-Pizjuán, a la manera de los equipos ingleses, más acostumbrados a honrar a sus símbolos. Su vida privada es un añadido. La fundación, la ciudad de los niños, el Champions for Africa. Si le robase la pensión a los viejos para comprar droga y repartirla en la puerta de los colegios, seguiría encabezando esta humilde bitácora. La pelota no se limpia.

Y es que muy bueno ha tenido que ser para que la gente se olvidara de la comicidad de su nombre. Piensen en un arquetipo de jugador que encaje menos aquí, no lo hay. Y sin embargo reinó. Repudiamos continuamente el victimismo, pero eso no es óbice para asegurar que si hubiese jugado en otro equipo, de otra parte del país, su fama y su leyenda alcanzarían cotas mundiales. Pero mejor así. Más nuestro, como un secreto que nos ha sido revelado sólo a los sevillistas. Podremos hablar de él con gente de fuera, y ellos lo alabarán, pero sabremos que no tienen ni idea de lo que dicen. Es algo de aquí, como un barrio más de la ciudad. Si hasta los capillitas le perdonaron pronto su religión. Quizás fue por su capacidad para canalizar todos los nervios de la grada y convertirlos en puro temple. Todos tranquilos, que estaba Kanouté. Ese que ayer, ya sí que sí, jugó por última vez de local en Nervión. Cuesta aceptarlo, por lo ambiguo de los sentimientos. En verano todavía albergábamos el resquicio de la pachanga solidaria, pero incluso eso ya pasó. No aparecerá más en ninguna alineación, salvo en las que guardamos en la memoria. Esas que ahora se mezclan con la alegría que producirá su recuerdo futuro y la dureza de la despedida definitiva. No obstante, cuando va acompañada de emoción, adiós es una palabra tan cruel que nunca es una buena ocasión para pronunciarla. Así que hasta luego encaja mucho mejor en esta tesitura. Porque, si escuchan con atención, comprobarán que las del coro ya están aclarando sus gargantas y parece que es hora de que empecemos a reírnos y a llorar, a llorar y a reírnos de todo. Otra vez.